lunes, 26 de enero de 2015

Prólogo

Las cosas no iban bien, nunca lo hicieron y quizás nunca lo hagan. Nunca tuve esperanzas, cada día era una lucha, sobrevivir o morir, así eran las cosas. Mi vida se dividía en la escuela, el trabajo y mi madre, sin embargo, desde que terminé la secundaria tenía más tiempo para ella y para trabajar más horas, todo sea por un poco más de dinero que mi padre no podía tocar.

No había día en el que había llegado a casa y él le gritase o golpease, nunca, jamás. Ella lloraba a lo bajo, no respondía, ni siquiera se defendía ni me dejaba hacerlo, simplemente era ella contra su ira, su rabia y su borrachez mientras que yo en una esquina aguardaba, esperando el momento que me dejara intervenir, pero ella jamás me lo permitió.

—No quiero que te haga daño —solía decir ella.

—¡Me hace daño que no me dejes intervenir! —insistía yo, pero ella siempre se negaba.

Mi padre solía desaparecer cada tanto, se llevaba dinero y solía derrocharlo jugando al póquer con sus amigos o quién sabe cómo, volvía dos días después, generalmente borracho y sin dinero, hasta a veces, con menos ropa de la que se había ido. Volvía golpeado, repleto de tierra y a veces algo de sangre seca en su nariz. Nunca preguntamos qué le pasaba en sus viajes, ya no nos importaba.

Cuando mi madre enfermó las cosas no podían ir peor, habíamos perdido la casa, papá su empleo y yo también, el jefe de mi jefe se enteró que yo era menor de edad y me echaron a patadas, tuvimos que buscar un lugar para refugiarnos y luego de cuatro noches en la calle encontramos un lugar, pequeño y barato, era un asco, una porquería, debo admitirlo, pero tenía gas, agua y un techo, lo cual nos era suficiente.

Tenía apenas dieciocho cuando supimos que su enfermedad había empeorado, sin embargo, nunca supimos que tenía. No podíamos llevarla al hospital porque no teníamos dinero, las cosas eran jodidamente complicadas para nosotros.

A veces me gusta recordar cuando era pequeña porque era la época donde no me daba cuenta de las cosas, era feliz en mi ignorancia, metida en mi propio mundo. 

Imagina lo siguiente, una pequeña niña jugando con su estúpido globo de cumpleaños en su casa que se desmoronaba poco a poco mientras que a fuera el mundo se odiaba y se mataba, había cumplido nueve y a fuera el barrio estaba a tiroteos, no entendía que significaba, me había imaginado a unos vaqueros con sus caballos y se me había ocurrido la maravillosa idea de ir a ver, sin embargo, ¿qué pasa si desde tan pequeño descubres aquél mundo? Ese escondido bajo las alcantarillas de la sociedad, ese que todos conocen pero del que nadie habla.

Abrí la puerta y saqué la cabeza y allí estaban, dos pandillas en pelea. De un lado estaban escondidos tras una gran camioneta negra apuntando a los otros quienes estaban desde diferentes lugares devolviendo las balas con odio. Mis ojos se abrieron como platos, no entendía que sucedía hasta que aquello pasó.

La vida dura solo un segundo, es tan corta, tan rápida, tan... Tan...

—¡Ahhh...! —el grito ahogado de una pobre víctima, solo una mujer que no merecía una bala, no merecía morir.

¿Mamá? ¿Eres tú?

Mis inocentes ojos de nueve años habían visto la tragedia del día. No vi la bala, pero vi el impacto, sentí como ese ruido atravesaba mi corazón, como se oprimía por unos segundos, grité asustada en aquél momento y más de una mirada se posó sobre mí, eran los pandilleros, cerré los ojos asustada, esperando a que me disparen, tenía miedo y no sabía cómo escapar hasta que unas manos me tomaron de los hombros y me obligaron a volver a casa, al darme cuenta mamá lloraba.

—Mami, ¿qué pasó? ¿Por qué lloras? —había preguntado.


Nunca supe porque lloraba aquella tarde hasta que cumplí los catorce años cuando me dijo que aquella mujer era su hermana gemela, mi tía Lizbeth. 

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